JESÚS PURIFICA EL TEMPLO
En ocasión de la Pascua, se ofrecía gran número de sacrificios, y las ventas realizadas en el templo eran muy cuantiosas. La confusión consiguiente daba la impresión de una ruidosa feria de ganado, más bien que del sagrado templo de Dios. Podían oírse voces agudas que regateaban, el mugido del ganado vacuno, los balidos de las ovejas, el arrullo de las palomas, mezclado con el ruido de las monedas y de disputas airadas. La confusión era tanta que perturbaba a los adoradores, y las palabras dirigidas al Altísimo quedaban ahogadas por el tumulto que invadía el templo. Los judíos eran excesivamente orgullosos de su piedad. Se regocijaban de su templo, y consideraban como blasfemia cualquier palabra pronunciada contra él; eran muy rigurosos en el cumplimiento de las ceremonias relacionadas con él; pero el amor al dinero había prevalecido sobre sus escrúpulos. Apenas se daban cuenta de cuán lejos se habían apartado del propósito original del servicio instituido por Dios mismo.
Los sacerdotes y gobernantes eran llamados a ser representantes de Dios ante la nación. Debieran haber corregido los abusos que se cometían en el atrio del templo. Debieran haber dado a la gente un ejemplo de integridad y compasión. En vez de buscar sus propias ganancias, debieran haber considerado la situación y las necesidades de los adoradores, y debieran haber estado dispuestos a ayudar a aquellos que no podían comprar los sacrificios requeridos. Pero no obraban así. La avaricia había endurecido sus corazones.
Acudían a esta fiesta los que sufrían, los que se hallaban en necesidad y angustia. Estaban allí los ciegos, los cojos, los sordos. Algunos eran traídos sobre camillas. Muchos de los que venían eran demasiado pobres para comprarse la más humilde ofrenda para Jehová, o aun para comprarse alimentos con que satisfacer el hambre. A todos ellos les causaban gran angustia las declaraciones de los sacerdotes. Estos se jactaban de su piedad; aseveraban ser los guardianes del pueblo; pero carecían en absoluto de simpatía y compasión. En vano los pobres, los enfermos, los moribundos, pedían su favor. Sus sufrimientos no despertaban piedad en el corazón de los sacerdotes.
Al entrar Jesús en el templo, su mirada abarcó toda la escena. Vió las transacciones injustas. Vió la angustia de los pobres, que pensaban que sin derramamiento de sangre no podían ser perdonados sus pecados. Vió el atrio exterior de su templo convertido en un lugar de tráfico profano. El sagrado recinto se había transformado en una vasta lonja.
Cristo vió que algo debía hacerse. Habían sido impuestas numerosas ceremonias al pueblo, sin la debida instrucción acerca de su significado. Los adoradores ofrecían sus sacrificios sin comprender que prefiguraban al único sacrificio perfecto. Y entre ellos, sin que se le reconociese ni honrase, estaba Aquel al cual simbolizaba todo el ceremonial. El había dado instrucciones acerca de las ofrendas. Comprendía su valor simbólico, y veía que ahora habían sido pervertidas y mal interpretadas. El culto espiritual estaba desapareciendo rápidamente. Ningún vínculo unía a los sacerdotes y gobernantes con su Dios. La obra de Cristo consistía en establecer un culto completamente diferente.
Con mirada escrutadora, Cristo abarcó la escena que se extendía delante de él mientras estaba de pie sobre las gradas del atrio del templo. Con mirada profética vió lo futuro, abarcando no sólo años, sino siglos y edades. Vió cómo los sacerdotes y gobernantes privarían a los menesterosos de su derecho, y prohibirían que el Evangelio se predicase a los pobres. Vió cómo el amor de Dios sería ocultado de los pecadores, y los hombres traficarían con su gracia. Y al contemplar la escena, la indignación, la autoridad y el poder se expresaron en su semblante. La atención de la gente fué atraída hacia él. Los ojos de los que se dedicaban a su tráfico profano se clavaron en su rostro. No podían retraer la mirada. Sentían que este hombre leía sus pensamientos más íntimos y descubría sus motivos ocultos. Algunos intentaron esconder la cara, como si en ella estuviesen escritas sus malas acciones, para ser leídas por aquellos ojos escrutadores.
La confusión se acalló. Cesó el ruido del tráfico y de los negocios. El silencio se hizo penoso. Un sentimiento de pavor dominó a la asamblea. Fué como si hubiese comparecido ante el tribunal de Dios para responder de sus hechos. Mirando a Cristo, todos vieron la divinidad que fulguraba a través del manto de la humanidad. La Majestad del cielo estaba allí como el Juez que se presentará en el día final, y aunque no la rodeaba esa gloria que la acompañará entonces, tenía el mismo poder de leer el alma. Sus ojos recorrían toda la multitud, posándose en cada uno de los presentes. Su persona parecía elevarse sobre todos con imponente dignidad, y una luz divina iluminaba su rostro. Habló, y su voz clara y penetrante—la misma que sobre el monte Sinaí había proclamado la ley que los sacerdotes y príncipes estaban transgrediendo,—se oyó repercutir por las bóvedas del templo: “Quitad de aquí esto, y no hagáis la casa de mi Padre casa de mercado.”
Descendiendo lentamente de las gradas y alzando el látigo de cuerdas que había recogido al entrar en el recinto, ordenó a la hueste de traficantes que se apartase de las dependencias del templo. Con un celo y una severidad que nunca manifestó antes, derribó las mesas de los cambiadores. Las monedas cayeron, y dejaron oír su sonido metálico en el pavimento de mármol. Nadie pretendió poner en duda su autoridad. Nadie se atrevió a detenerse para recoger las ganancias ilícitas. Jesús no los hirió con el látigo de cuerdas, pero en su mano el sencillo látigo parecía ser una flamígera espada. Los oficiales del templo, los sacerdotes especuladores, los cambiadores y los negociantes en ganado, huyeron del lugar con sus ovejas y bueyes, dominados por un solo pensamiento: el de escapar a la condenación de su presencia.
El pánico se apoderó de la multitud, que sentía el predominio de su divinidad. Gritos de terror escaparon de centenares de labios pálidos. Aun los discípulos temblaron. Les causaron pavor las palabras y los modales de Jesús, tan diferentes de su conducta común. Recordaron que se había escrito acerca de él: “Me consumió el celo de tu casa.” Pronto la tumultuosa muchedumbre fué alejada del templo del Señor con toda su mercadería. Los atrios quedaron libres de todo tráfico profano, y sobre la escena de confusión descendió un profundo y solemne silencio. La presencia del Señor, que antiguamente santificara el monte, había hecho sagrado el templo levantado en su honor.
En la purificación del templo, Jesús anunció su misión como Mesías y comenzó su obra. Aquel templo, erigido para morada de la presencia divina, estaba destinado a ser una lección objetiva para Israel y para el mundo. Desde las edades eternas, había sido el propósito de Dios que todo ser creado, desde el resplandeciente y santo serafín hasta el hombre, fuese un templo para que en él habitase el Creador. A causa del pecado, la humanidad había dejado de ser templo de Dios. Ensombrecido y contaminado por el pecado, el corazón del hombre no revelaba la gloria del Ser divino. Pero por la encarnación del Hijo de Dios, se cumple el propósito del Cielo. Dios mora en la humanidad, y mediante la gracia salvadora, el corazón del hombre vuelve a ser su templo. Dios quería que el templo de Jerusalén fuese un testimonio continuo del alto destino ofrecido a cada alma. Pero los judíos no habían comprendido el significado del edificio que consideraban con tanto orgullo. No se entregaban a sí mismos como santuarios del Espíritu divino. Los atrios del templo de Jerusalén, llenos del tumulto de un tráfico profano, representaban con demasiada exactitud el templo del corazón, contaminado por la presencia de las pasiones sensuales y de los pensamientos profanos. Al limpiar el templo de los compradores y vendedores mundanales, Jesús anunció su misión de limpiar el corazón de la contaminación del pecado—de los deseos terrenales, de las concupiscencias egoístas, de los malos hábitos, que corrompen el alma. “Vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos. ¿Y quién podrá sufrir el tiempo de su venida? o ¿quién podrá estar cuando él se mostrará? Porque él es como fuego purificador, y como jabón de lavadores. Y sentarse ha para afinar y limpiar la plata: porque limpiará los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata.” “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá al tal: porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.”Ningún hombre puede de por sí echar las malas huestes que se han posesionado del corazón. Sólo Cristo puede purificar el templo del alma. Pero no forzará la entrada. No viene a los corazones como antaño a su templo, sino que dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él.”6 El vendrá, no solamente por un día; porque dice: “Habitaré y andaré en ellos; ... y ellos serán mi pueblo.” “El sujetará nuestras iniquidades, y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados.”7 Su presencia limpiará y santificará el alma, de manera que pueda ser un templo santo para el Señor, y una “morada de Dios, en virtud del Espíritu.”
Dominados por el terror, los sacerdotes y príncipes habían huído del atrio del templo, y de la mirada escrutadora que leía sus corazones. Mientras huían, se encontraron con otros que se dirigían al templo y les aconsejaron que se volvieran, diciéndoles lo que habían visto y oído. Cristo miró anhelante a los hombres que huían, compadeciéndose de su temor y de su ignorancia de lo que constituía el verdadero culto. En esta escena veía simbolizada la dispersión de toda la nación judía, por causa de su maldad e impenitencia.
¿Y por qué huyeron los sacerdotes del templo? ¿Por qué no le hicieron frente? El que les ordenaba que se fuesen era hijo de un carpintero, un pobre galileo, sin jerarquía ni poder terrenales. ¿Por qué no le resistieron? ¿Por qué abandonaron la ganancia tan mal adquirida y huyeron a la orden de una persona de tan humilde apariencia externa?
Cristo hablaba con la autoridad de un rey, y en su aspecto y en el tono de su voz había algo a lo cual no podían resistir. Al oír la orden, se dieron cuenta, como nunca antes, de su verdadera situación de hipócritas y ladrones. Cuando la divinidad fulguró a través de la humanidad, no sólo vieron indignación en el semblante de Cristo; se dieron cuenta del significado de sus palabras. Se sintieron como delante del trono del Juez eterno, como oyendo su sentencia para ese tiempo y la eternidad. Por el momento, quedaron convencidos de que Cristo era profeta; y muchos creyeron que era el Mesías. El Espíritu Santo les recordó vívidamente las declaraciones de los profetas acerca del Cristo. ¿Cederían a esta convicción?
No quisieron arrepentirse. Sabían que se había despertado la simpatía de Cristo hacia los pobres. Sabían que ellos habían sido culpables de extorsión en su trato con la gente. Por cuanto Cristo discernía sus pensamientos, le odiaban. Su reprensión en público humillaba su orgullo y sentían celos de su creciente influencia con la gente. Resolvieron desafiarle acerca del poder por el cual los había echado, y acerca de quién le había dado esta autoridad.
Pensativos, pero con odio en el corazón, volvieron lentamente al templo. Pero ¡qué cambio se había verificado durante su ausencia! Cuando ellos huyeron, los pobres quedaron atrás; y éstos estaban ahora mirando a Jesús, cuyo rostro expresaba su amor y simpatía. Con lágrimas en los ojos, decía a los temblorosos que le rodeaban: No temáis; yo os libraré, y vosotros me glorificaréis. Por esta causa he venido al mundo.
La gente se agolpaba en la presencia de Cristo con súplicas urgentes y lastimeras, diciendo: Maestro, bendíceme. Su oído atendía cada clamor. Con una compasión que superaba a la de una madre, se inclinaba sobre los pequeñuelos que sufrían. Todos recibían atención. Cada uno quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera. Los mudos abrían sus labios en alabanzas; los ciegos contemplaban el rostro de su Sanador. El corazón de los dolientes era alegrado.
Mientras los sacerdotes y oficiales del templo presenciaban esta obra, ¡qué revelación fueron para ellos los sonidos que llegaban a sus oídos! Los concurrentes relataban la historia del dolor que habían sufrido, de sus esperanzas frustradas, de los días penosos y de las noches de insomnio; y de cómo, cuando parecía haberse apagado la última chispa de esperanza, Cristo los había sanado. La carga era muy pesada, decía uno; pero he encontrado un Ayudador. Es el Cristo de Dios, y dedicaré mi vida a su servicio. Había padres que decían a sus hijos: El salvó vuestra vida; alzad vuestras voces y alabadle. Las voces de niños y jóvenes, de padres y madres, de amigos y espectadores, se unían en agradecimiento y alabanza. La esperanza y la alegría llenaban los corazones. La paz embargaba los ánimos. Estaban sanos de alma y cuerpo, y volvieron a sus casas proclamando por doquiera el amor sin par de Jesús.
El Deseado de Todas las Gentes, p. 812
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