DOS COSAS INMUTABLES
La palabra de Dios es intrínsecamente inmutable. Ningún juramento puede a añadir nada o a lo que Dios ha dicho, o hacerlo más seguro; pero él lo confirmó con un juramento
únicamente por causa de nosotros. Los hombres juran para confirmar algo, y Dios condescendió a hacer lo mismo para ayudarnos en nuestra fe. Este juramento era sin duda una ayuda definida para la gente que vivió antes de Cristo. Si alguna duda surgía en su mente podían depender del hecho de que Dios no sólo lo había prometido, sino que lo había confirmado con un juramento, y que, por lo tanto, con seguridad cumpliría su palabra. De ese modo el juramento ayudaría a fortalecer su fe.
Así como la Biblia presenta dos leyes, una inmutable y eterna, la otra provisional y temporaria, así también hay dos pactos. El pacto de la gracia se estableció primeramente con el hombre en el Edén, cuando después de la caída se dio la promesa divina de que la simiente de la mujer herirá a la serpiente en la cabeza. Este pacto puso al alcance de todos los hombres el perdón y la ayuda de la gracia de Dios para obedecer en lo futuro mediante la fe en Cristo. También se les prometió la vida eterna si eran fieles a la ley de Dios. Así recibieron los patriarcas la esperanza de la salvación. PP 340.3
Este mismo pacto le fue renovado a Abraham en la promesa:
“En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra”. Génesis 22:18.
Esta promesa dirigía los pensamientos hacia Cristo. Así la entendió Abraham (véase Gálatas 3:8, 16), y confió en Cristo para obtener el perdón de sus pecados. Fue esta fe la que se le contó como justicia.
El pacto con Abraham también mantuvo la autoridad de la ley de Dios.
El Señor se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí, y sé perfecto”.
El testimonio de Dios respecto a su siervo fiel fue:
“Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”, y el Señor le declaró: “Estableceré un pacto contigo y con tu descendencia, después de ti de generación en generación: un pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti”. Génesis 17:1, 7; 26:5. PP 340.4
Aunque este pacto fue hecho con Adán, y más tarde se le renovó a Abraham, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de Cristo. Existió en virtud de la promesa de Dios desde que se indicó por primera vez la posibilidad de redención. Fue aceptado por fe: no obstante, cuando Cristo lo ratificó fue llamado el pacto nuevo. La ley de Dios fue la base de este pacto, que era sencillamente un arreglo para restituir al hombre a la armonía con la voluntad divina, para colocarlo en condición de poder obedecer la ley de Dios. PP 340.5
Otro pacto, llamado en la Escritura el pacto “antiguo”, se estableció entre Dios e Israel en el Sinaí, y en aquel entonces fue ratificado mediante la sangre de un sacrificio. El pacto hecho con Abraham fue ratificado mediante la sangre de Cristo, y es llamado el “segundo” pacto o “nuevo” pacto, porque la sangre con la cual fue sellado se derramó después de la sangre del primer pacto. Es evidente que el nuevo pacto estaba en vigencia en los días de Abraham, puesto que entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el juramento de Dios, “dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta”. Hebreos 6:18. PP 341.1
Pero si el pacto confirmado a Abraham contenía la promesa de la redención, ¿por qué se hizo otro pacto en el Sinaí? Durante su esclavitud, el pueblo había perdido en alto grado el conocimiento de Dios y de los principios del pacto de Abraham. Al libertarlos de Egipto, Dios trató de revelarles su poder y su misericordia para inducirlos a amarle y a confiar en él. Los llevó al Mar Rojo, donde, perseguidos por los egipcios, parecía imposible que escaparan, para que vieran su total desamparo y necesidad de ayuda divina; y entonces los libró. Así se llenaron de amor y gratitud hacia él, y confiaron en su poder para ayudarlos. Los ligó a sí mismo como su libertador de la esclavitud temporal. PP 341.2
Pero había una verdad aun mayor que debía grabarse en sus mentes. Como habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto se les debía enseñar. PP 341.3
Dios los llevó al Sinaí; manifestó allí su gloria; les dio la ley, con la promesa de grandes bendiciones siempre que obedecieran: “Ahora pues, si dais oído a mi voz, y guardáis mi pacto, [...] vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”. Éxodo 19:5, 6. Los israelitas no percibían la pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les era imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto con Dios. Al creerse capaces de ser justos por sí mismos, declararon: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos”. Éxodo 24:7. Habían presenciado la grandiosa majestad de la proclamación de la ley, y habían temblado de terror ante el monte; y sin embargo, apenas unas pocas semanas después, quebrantaron su pacto con Dios al postrarse a adorar una imagen fundida. No podían esperar el favor de Dios por medio de un pacto que ya habían roto; y entonces viendo su pecaminosidad y su necesidad de perdón, llegaron a sentir la necesidad del Salvador revelado en el pacto de Abraham y simbolizado en los sacrificios. De manera que mediante la fe y el amor se vincularon con Dios como su libertador de la esclavitud del pecado. Ya estaban capacitados para apreciar las bendiciones del nuevo pacto. PP 341.4
Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y vivirás. “El hombre que los cumpla, gracias a ellos, vivirá” (Ezequiel 20:2; Levítico 18:5); pero “maldito el que no confirme las palabras de esta ley para cumplirlas”. Deuteronomio 27:26. El nuevo pacto se estableció sobre “mejores promesas”, la promesa del perdón de los pecados, y de la gracia de Dios para renovar el corazón y ponerlo en armonía con los principios de la ley de Dios. “Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón [...]. Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado”. Jeremías 31:33, 34. PP 342.1
La misma ley que fue grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo sobre las tablas del corazón. En lugar de tratar de establecer nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados. Su obediencia es aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo a la ley de Dios escrita en nuestro corazón. Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo. Por medio del profeta, Cristo declaró respecto a sí mismo: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón”. Salmos 40:8. Y cuando vivió entre los hombres, dijo: “No me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago siempre”. Juan 8:29. PP 342.2
El apóstol Pablo presenta claramente la relación que existe entre la fe y la ley bajo el nuevo pacto. Dice: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. “Luego, ¿por la fe invalidamos la Ley? ¡De ninguna manera! Más bien, confirmamos la Ley”. “Lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”. Romanos 5:1; 3:31; 8:3, 4. PP 342.3
La obra de Dios es la misma en todos los tiempos, aunque hay distintos grados de desarrollo y diferentes manifestaciones de su poder para suplir las necesidades de los hombres en los diferentes siglos. Empezando con la primera promesa evangélica, y siguiendo a través de las edades patriarcal y judía, para llegar hasta nuestros propios días, ha habido un desarrollo gradual de los propósitos de Dios en el plan de la redención.
El Salvador simbolizado en los ritos y ceremonias de la ley judía es el mismo que se revela en el evangelio. Las nubes que envolvían su divina forma se han esfumado; la bruma y las sombras se han desvanecido; y Jesús, el Redentor del mundo, aparece claramente visible. El que proclamó la ley desde el Sinaí, y entregó a Moisés los preceptos de la ley ritual, es el mismo que pronunció el sermón sobre el monte. Los grandes principios del amor a Dios, que él proclamó como fundamento de la ley y los profetas, son solo una reiteración de lo que él había dicho por medio de Moisés al pueblo hebreo: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Amarás a Jehová, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Y “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Deuteronomio 6:4, 5; Levítico 19:18. El Maestro es el mismo en las dos dispensaciones. Las demandas de Dios son las mismas. Los principios de su gobierno son los mismos. Porque todo procede de Aquel “en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. Santiago 1:17. PP 343.1
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