Fué bajo los árboles del Edén donde los primeros moradores de la tierra eligieron su santuario. Allí Cristo se había comunicado con el padre de la humanidad. Cuando fueron desterrados del Paraíso, nuestros primeros padres siguieron adorando en los campos y vergeles, y allí Cristo se encontraba con ellos y les comunicaba el Evangelio de su gracia. Fué Cristo quien habló a Abrahán bajo los robles de Mamre; con Isaac cuando salió a orar en los campos a la hora del crepúsculo; con Jacob en la colina de Betel; con Moisés entre las montañas de Madián; y con el zagal David mientras cuidaba sus rebaños. Era por indicación de Cristo por lo que durante quince siglos el pueblo hebreo había dejado sus hogares durante una semana cada año, y había morado en cabañas formadas con ramas verdes, “gajos con fruto de árbol hermoso, ramos de palmas, y ramas de árboles espesos, y sauces de los arroyos.”1 DTG 257.3
Mientras educaba a sus discípulos, Jesús solía apartarse de la confusión de la ciudad a la tranquilidad de los campos y las colinas, porque estaba más en armonía con las lecciones de abnegación que deseaba enseñarles. Y durante su ministerio se deleitaba en congregar a la gente en derredor suyo bajo los cielos azules, en algún collado hermoso, o en la playa a la ribera del lago. Allí, rodeado por las obras de su propia creación, podía dirigir los pensamientos de sus oyentes de lo artificial a lo natural. En el crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al levantar los hombres los ojos a las colinas de Dios, y contemplar las obras maravillosas de sus manos, podían aprender lecciones preciosas de la verdad divina. La enseñanza de Cristo les era repetida en las cosas de la naturaleza. Así sucede con todos los que salen a los campos con Cristo en su corazón. Se sentirán rodeados por la influencia celestial. Las cosas de la naturaleza repiten las parábolas de nuestro Señor y sus consejos. Por la comunión con Dios en la naturaleza, la mente se eleva y el corazón halla descanso. DTG 257.4
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